Lo tenía bajo llave, en una preciosa cajita de metal. Le habían prendido fuego, pero ahora estaba seguro, recuperándose paulatinamente.
Yo ya había aprendido a vivir con ese dolor, ya no era una carga. Al menos en ese terreno había conseguido una ansiada tranquilidad, que no se podía definir como felicidad pero que me apaciguaba por las noches.
Ni por un segundo había pensado prestar esa llave cuando alguien bromeó con el tema, recibiendo una jocosa respuesta en la que yo negaba rotundamente que en una caja acorazada pudiese entrar un soplo de brisa. Fue una sorpresa cuando poco después comprendí que ese monstruo encerrado en mí no había tomado oxígeno sino que se había liberado y ahora campaba a sus anchas por todo mi cuerpo.
No negaré que semejante susto me provocó dos segundos de terror, pero lo desconcertante es que fueron solo unos segundos. La música amansa a las fieras, dicen… Y dentro de mí sonaba bella, tranquila, radiante pero discreta como un suspiro, el sonido de una flauta dulce.
Inocente, creí que dicho monstruo podía ser esta vez un dulce cachorro que se dejase llevar por esa melodía. Se encendió lo que parecía una vela, pero resultó ser una bengala, chisporroteante pero finita. Confundí algo elegante y sereno con algo muy brillante pero frio, rápido.
La primera punzada llegó cuando yo, víctima y verdugo, ambas de mi misma, la cogí (aún recuerdo lo fría que estaba) y me clave aquella hoja. Era plenamente consciente de que el tacto del metal aliviaría cualquier daño futuro que pudiese sufrir, así que concluí que el primer golpe tenía que dármelo yo a mí misma.
Al cachorro le habían cortado los tendones de las cuatro patas, pero tenía una afable sonrisa en la cara. Se encontraba mucho más cómodo de esa manera, así estuvo bastante tiempo, dolido pero feliz, consciente de que era vulnerable pero de que exactamente en ese punto nada podía herirlo.
Esa tregua fue perfecta pero sabía que lo que seguía era inevitable, había tejido su sino con sus autoflagelaciones. Intentó destejerlo cual Penélope, pero al contrario que ella, nunca dio deshecho todo lo que había enmarañado.
De repente un sonido sordo, se despertó, lo único que recordaba era el golpe. Algo que para cualquier cachorro sano hubiese sido una herida para él era agonizante. Así cayó él, a la vez que yo me derrumbé derrotada, llorando, impotente.
Ojalá esa situación hubiese sido flor de un día, pero se repitió constantemente. A él lo apaleaban a medida que iba creciendo con la misma intensidad que a mí me iban saliendo cardenales.
Desgraciadamente el cachorro había crecido y volvía a ser el monstruo de antaño. Malherido sabía que iba a caer, pero también que no iba a ser el único. Preocupada me miré en el espejo, sin embargo lo que vi no se parecía a mí, en el reflejo se apreciaba en mis ojos una mirada salvaje, animal…
Él se había herido, pero sabía hasta donde podía clavar esa aguja, era una pequeña dosis de dolor diaria perfectamente soportable. Por otra parte, los otros golpes no tenían excusa, había sido apaleado sin ningún motivo. Se había entregado destrozado por dentro, pero solo demostrando ternura y había sido respondido con el narcisismo cínico de la realidad más cruda.
Resultó que el monstruo no era tan fiero, resultó que solo era un monstruo para si mismo. Decidió no atacar y simplemente correr hasta un lugar bonito donde poder sentarse sobre sus patas traseras, sacar la lengua, cerrar los ojos y… arder.
Y así volvió a su pequeña cajita de metal, pero esta vez con una cana más.